lunes, 25 de octubre de 2010

El mundo y el orden alfabético

Conocí a una chica hace cosa de año y medio, en una mesa redonda en la que se trataba la obra de Hemingway y la influencia que Cuba ejerció sobre ésta. Yo participaba en el debate y ella había acudido como espectadora. Durante la última parte de la sesión, en la que se entregaba un micro al público y se le permitía intervenir, ella no paró de hacer preguntas de una importancia temática relativa y una trascendencia a todas luces nula. Tanto, que no pude evitar imaginármela en un planeta con tres volcanes (uno de ellos inactivo), un cordero sin bozal y una flor.  Al acabar, la chica se me acercó y me comentó que no conocía la obra de Hemingway, pero que había leído al menos tres biografías de él. Y ahí fue cuando me enamoré de ella.
Me ofreció ir a tomar un café y no pude decir que no. Una semana después ya habíamos compartido la cama más veces de las recomendables, y quince días más tarde ya nos habíamos instalado el uno en la rutina del otro como si llevásemos años conociéndonos. Y tal vez ese fue el problema. Pasaban los días y sólo nos mantenía atados el sexo y nuestra mutua pasión por las novelas de Juan José Millás.
Pero en fin, hasta del sexo se cansa uno, y así, poco a poco, con la única excusa de Millás para nuestros encuentros, nos fuimos dando cuenta de que la soledad era precisamente eso. Después de casi once meses de conversaciones sobre Vicente Holgado, Elena Rincón, realidades paralelas, y hombrecillos que se esconden en los cajones de la ropa, me sorprendió una tarde intercambiando posturas con otra chica y aquello pareció dolerle más de lo esperado. O quizá fuese una excusa. La chica tenía bastante condición de excusa, así que no me extrañaría demasiado.

Y no sé, será por mi carácter melodramático, pero eso fue lo que más genial y poético me pareció de todo al fin y al cabo: Despechada, ella se apropió de mi orden alfabético, despojándome de la posibilidad de seguir escribiendo, anulando mi capacidad narrativa y sumiéndola en un completo caos, donde todas las letras andaban vagando sin sentido, unas debajo de otras sin una clasificación clara, todo manga por hombro, y yo, harto de sus devaneos emocionales, de sus constantes idas y venidas del dolor a la cordura, del placer a la locura, de su mente al mundo, de su mundo al mío, cansado de sus perpetuas intermitencias, decidí simbolizarlo todo en otra novela del gran Millás, y le devolví El mundo, su mundo, con todo lo que aquello englobaba.

Y desde entonces no he vuelto a saber nada de ella. Cuando los objetos dejen de llamarme quizá empiece a buscarla de nuevo.

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