jueves, 19 de marzo de 2015

Soneto a mi padre

Mi padre no sabe lo que es domar
porque nunca tuvo un dueño ni un sueño
que no dependiera de él. "Dejad
que el destino no sepa lo que tengo"

Mi padre es un paquete de Ducados
y un abrazo roto, cien ciudades
y un hola cómo estás en navidades;
Mi padre es un señor que está cansado.

Mi padre es un soneto inacabado,
un terreno en constante barbecho,
un derecho aún no conquistado.

Mi padre es una sombra bien mirado,
un fantasma, un presagio, un gesto.
Mi padre es un señor muy complicado.

martes, 26 de noviembre de 2013

Érase una vez una gata.

Érase una vez una gata que andaba a dos patas y quería con siete corazones, aunque tenía razones para no querer querer. Lloraba de risa por no reír de rabia. Miraba. Y hablaba. Sobre todo hablaba. De las siete vidas se reía porque ella tenía catorce, eso como mínimo, y le sobraban trece. Era una gata excepcional. Tenía una taza de humanos en la que bebía té, con T de taza, pero también de tiempo, de tiemblo y de tanto, pero sobre todo de tiemblo. Aderechaba las ensaladas de su futuro con mano izquierda, pasase lo que pesase. Érase una vez una gata que arañaba con garras de juguete, que miraba con ojos de no me ladres que te muerdo, de no me sonrías que te ronroneo. Una gata que marcaba el territorio a base de sonrisas. Érase una vez una gata en un mundo de perros. Una gata que bebía cerveza y leía a Benedetti, pero también a Auden, y densos ensayos sobre por qué las gatas son mejores que los gatos. Una gata cuyos ojos eran cuentos de Roald Dahl. 

Érase una vez una gata en un mundo de perros.
Érase una vez una gata a la que le regalé un libro de gatos.

martes, 11 de junio de 2013

Arranco la bici sin ganas.

     Arranco la bici sin ganas y pedaleo sólo por no estar parado. Avanzo, y el viento me da en la cara. No es una huída, puesto que no vengo de ningún sitio. No es un viaje, puesto que no voy a ninguna parte. Pedaleo y voy cada vez más rápido, y cuanto más rápido voy menos pienso en ti. 
     Se me cruzan señoras que pasean perros como el tuyo, chicos que van de la mano de chicas que no se parecen a ti aunque todas son tú, con niños que salieron de tu útero cuando aún eras virgen, y chavalas que llevan, ahora sí, tus mismas camisetas y tus mismos pantalones cortos. 
     Avanzo, pedaleo y avanzo. No llego porque no hay destino, pero no importa porque llego a una plaza y giro a la derecha, sin pensar, qué más da, no hay destino. Me cruzo con adolescentes que se besan sentados en bancos, y con niñas que juegan a no ser princesas, porque quién quiere ser princesa cuando puede mejor ser tú. Avanzo. Pedaleo. La bici no se cansa pero yo tampoco. Pedaleo. 
     Paro para encender un cigarro que me ayude a sacarte de mi cabeza, como si el humo fuese osmosístico, como si esa palabra existiera. Como si ‘tabaco’, ‘pantalones’, ‘útero’, o ‘tú’ significasen algo sin ti. Mierda. Me cago en la puta. Estoy en tu portal.

viernes, 23 de diciembre de 2011

Dos sonetos a cuatro manos

I.

El color púrpura de tus mejillas
cuando no hay nada. El universo
que se expande cuando me das un beso.
El calor, la saliva, las cosquillas,

el sol que brilla en tu cabellos negros,
la órbita que describen tus caderas,
los vanos, las ausencias, las esperas,
el primero piano y luego allegro.

Miénteme que sí, mátame que no,
destrózame el alma, por compasión,
que viene un tsunami cuando te miro.

Fúmame, aráñame, no te mueras,
date prisa, corazón, ¿a qué esperas?
No me quieras: quiéreme. (Yo suspiro)


II.

Mi ceguera es temporal si tú me miras
con esos ojos tuyos de caballo,
mis reyes se convierten en vasallos,
mi corte se disuelve en tus pupilas.

La vida se hace muerte o viceversa,
los mares son los cielos y los surco
en patinete. Cuando no te busco
te encuentro o te pierdo o a la inversa.

Que te diga vete no significa
que acate mi ceguera como un ciego
cualquiera. ¿Sabes? Tú me miras, luego

existo: Eres tú quien me fabrica
en cada pestañeo. Si te veo
mirarme se han cumplido mis deseos.


(Con Michèle Novovitch)

sábado, 28 de mayo de 2011

Fumando en la Gran Vía.

Hoy en día hay quien recorre la Gran Vía como quien hace cualquier cosa, sin detenerse a contemplar la cualidad de esófago que tiene. Yo no soy experto en aparatos digestivos. En otras cosas sí. En hacerte sufrir, por ejemplo. De hecho, no sé si el esófago pertenece al aparato digestivo o al respiratorio. Claro que igual pertenece a los dos, del mismo modo que yo pertenezco a ti y a mi mujer, aunque a ti siempre un poco más. Está claro que uno pertenece siempre a quien le administra el frío más que a quien le administra el dinero, y a mí el frío me lo administras tú. A estas alturas yo ni me pertenezco ni me administro nada. Bueno, sí, los ansiolíticos, pero no lo sé hacer del todo bien, y a veces, cuando estoy de viaje y duermo solo y el espejo del baño se me pone faltón, y echo mano del pastillero y está vacío, tengo que encender un cigarro. Si no he de fumarte a ti, que cierren todos los estancos.

lunes, 2 de mayo de 2011

Inventicahsioneh

Este soneto no tiene pretensiones,
es sólo un juego, pero me apetece
decirte por escrito que las canciones
más hermosas de Sabina, las trece,

serían más bonitas si Sabina
te hubiese conocido. En ocasiones
como esta, cuando en cada esquina
se esconde tu recuerdo, los porrones,

-y en general todo Granada- me llaman.
Ya ves, además de pintar el cielo
haces magia sin el 'abracadabra':

con sólo mirarme me quitas el frío.
Yo escribo poemas con palabras,
tú, juntando tus labios con los míos.

jueves, 28 de abril de 2011

Se hizo lesbiana.

Te dejo, hace tiempo que estoy dentro del corazón de otra, le dije. Y ella se hizo lesbiana para encontrarme.

miércoles, 27 de abril de 2011

"Dame un par de pastillas de esas..."

Desde que estuve en tu casa soy absolutamente ajena a todas mis circunstancias. Es como si mis brazos no llegasen a tocar nada. Soy indifirente... líquida. Vengo pensando desde hace unos días que es posible que me hayas pegado lo tuyo. ¿Quieres darme un par de esas pastillas? Gracias. Estos ataques de irrealidad van a acabar conmigo, Joaquín. Es como si no perteneciera al escenario de ninguna manera. Ayer, al salir de inglés vi cómo se le derramaba la cara al conserje del edificio. Parecía un derrame de nacimiento... No sé qué hacer, te lo juro. Esta mañana mismamente, el pan de molde ha empezado a ladrarme sin motivo aparente, Joaquín, ¡a ladrarme! Estoy harta de disimular que soy etérea, estoy harta de este cuerpo que es una convención estúpida. ¿Cómo lo soportas tú? ¿Quién te obliga a ti, Joaquín? Espero no ser yo, que no estés perpetuando todo esto sólo por mí... ¿Cómo? Sí, claro, claro que yo lo hago por ti, pero... es distinto, ya lo sabes. Yo nunca he sido tan volátil y tan desdichada. Te lo debo a ti, todo esto es gracias a ti. Nunca me había sentido tan plena, tan muerta, tan tuerta, tan nube. Soy una vela, Joaquín. Soy una puta vela y sólo tú te das cuenta. ¿Qué le pasa a la gente? ¿En qué coño están pensando mientras sacan a pasear a sus hijos y a sus mascotas? No sé si debería decirte esto, pero... hace un rato, cuando estaba con Natalia en el parque he empezado a ver cosas. Sí, claro que veo cosas continuamente, pero tú ya me entiendes, lo que quiero decir es que he visto ciertas cosas. No, no me hagas decírtelo, por favor... He visto dos amantes. ¡Dos amantes, Joaquín! Dos amantes que ni siquiera se conocían, estaba cada uno en un extremo del parque, sin mirarse, sin olerse, sin ser conscientes de que asistían a la soledad del otro. No. No te rías. ¡No te rías! No tiene ni puta gracia. Tú ya estás acostumbrado, pero para mí todo esto es nuevo, ¿sabes? No sé cómo debo actuar cuando siento que mis colmillos abandonan mi boca para ir corriendo a tirarse desde el balcón. Tengo miedo. Anda, dame un par más de pastillas de esas... Hoy mientras comía me he peleado con un cubo de Rubick. Últimamente no sé qué hago pero acabo a gritos con todo el mundo. No, claro que contigo no, ¡pero es que tú no eres parte del mundo! ...Creo que voy a mandar a Natalia con su padre una temporada. Si pasa mucho tiempo junto a mí puede convertirse en la contraportada de una novela de las malas, es muy pequeña, ya lo sabes. ¿Sabes? Me da miedo que llegue el día en que me pregunte por qué su papá es un muñeco de cera... ¿Y qué se supone que tendré que responderle yo? Pobre Natalia, su padre un muñeco de cera y su madre una puta vela que se cree una mujer de clase media...

domingo, 10 de abril de 2011

Retales de Paula I

En lugar de coleccionar sellos, monedas o coches de época, Paula colecciona obsesiones. Y no lo hace voluntariamente, aunque tampoco es algo de lo que no sea consciente. Es la simbiosis perfecta entre lo que se odia y lo que se necesita, entre lo que se rechaza y lo envidiado. Paula nunca ha salido de su país, pero no por incapacidad económica, o miedo a los aviones, sino porque no ha sentido jamás la extraña necesidad de viajar, de conocer sitios nuevos. Paula es feliz en su mundo, con su mundo. Su mundo, que es un gato persa al que no echa cuenta, un par de vaqueros desgastados, el ordenador portátil, y la pequeña librería en la que trabaja. Y las obsesiones, claro, no nos olvidemos de las obsesiones.

viernes, 18 de marzo de 2011

Madrid, pasaron dos mujeres.


Pasaron dos mujeres y a los pocos minutos volvieron a pasar ellas mismas unos años después. Fue en Madrid, cerca de la plaza de Tirso de Molina. Fui a pasar allí un par de días, a hacer las paces con la diosa Cibeles, a quien admiro como muchos admiran a Jesucristo, o a Punset, o a su propia madre. Para mí la Cibeles tiene mucho de madre pero también tiene algo de Punset y otro poco de Jesucristo.

Me alojaba en un pequeño hostal en Chueca, donde se estaba tan a gusto que apenas me apetecía salir a la calle, pero sucedió que el espejo del baño empezó a reprocharme cosas que yo no acababa de entender y tuve que salir a fumar un cigarrillo y sentir el frío en la cara, que, según dicen, viene muy bien cuando los espejos se ponen faltones.

Anduve hasta Tribunal, hasta que el frío se hizo insoportable, y busqué refugio en una boca de metro, entregándome así como ofrenda a ese ser mitológico y subterráneo de múltiples bocas del que ya habló Millás, y que a mí se me antojaba con cierto carácter uterino.

Tomé la línea uno y cuando me empezó a faltar el aire, a la altura de Sol, volví a la superficie como un regurgitado o como un recién nacido y continué andando hasta Tirso de Molina, donde encontré un banco que no estaba nada mal y allí me senté a esperar que el espejo me llamara para pedir perdón.
Pero los espejos no saben llamar por teléfono ni mucho menos pedir perdón. Decidí que ya que no iba a hacer las paces con el espejo ni, visto lo visto, tampoco con la Cibeles, estaría bien hacer uso de los ansiolíticos para aplacar la angustia incipiente que sentía subiendo por la ingle, a causa quizá de estar en Madrid pudiendo estar en Praga, o en Lisboa, o en la cama de mi ex mujer.

Entonces me puse a pensar en el tanatorio de la M-40, ese que se ve siempre cuando uno abandona Madrid pero que nunca está ahí cuando uno llega, o quizá nunca se fija, y me imaginé allí dentro, muerto pero consciente, rodeado de flores, de coronas que rezaban pamplinas tales como "tus hijos no te olvidan", "siempre estarás en nuestros corazones" y cosas por el estilo, y allí, al fondo, mi ex mujer, puesta de hachís, riéndose tímidamente, cómplice de mi consciencia, cómo va a estar muerto, decía, si está en Madrid. Y entonces me levantaba y abría una puerta y estaba de nuevo en el banco de Tirso de Molina, rodeado de gente que ignoraba que compartía el aire con un muerto imaginario, gente que asistía sin saberlo al declive de su propia identidad.

Aquella fantasía me asustó un poco y tuve que encender otro cigarro. Y entonces fue cuando vi pasar a las cuatro mujeres. Primero dos y luego las otras dos, que iban charlando animadamente, disimulando con maestría que se perseguían a sí mismas en una paradoja temporal que tenía tanto de poético como de espeluznante.

Las dos mujeres originales, o mejor dicho, las que aparecieron primero, tenían una juventud propia de otra época, y aquello me hizo pensar que tal vez no era tan raro coincidir con uno mismo, que las torres Kio son tan Madrid como el la puerta de Alcalá, y se llevan varios siglos de diferencia, y que al fin y al cabo, ¿quién me aseguraba a mí que aquél momento en el banco de Tirso de Molina era el presente y no el pasado, que en realidad no estaba soñando mientras moría en el tanatorio de la M-40, mientras me lloraban mis seres queridos y también los no tan queridos?

Por miedo aún no sé exactamente a qué, hace un siglo que no piso Madrid.

martes, 8 de marzo de 2011

Cabinas

Si es la cabina la que me llama, como en aquella película francesa, ¿cómo voy a resistirme a descolgar? Quizá sea el amor de mi vida (el cuarto en lo que va de mes) "¿Diga?" "¿Es usted un completo desconocido?" "¿Y usted el amor de mi vida?" "Perdón, me he equivocado. Sólo buscaba sexo".

No debí pisar la calle.

jueves, 3 de marzo de 2011

Demasiado tarde

Juan se levantó de la cama a coger el teléfono después de vacilar unos segundos,
y para cuando llegó, ya habían colgado. Juan odiaba el teléfono, y más a esas
horas de la madrugada, en las que siempre es demasiado tarde o demasiado
temprano, según para qué. Para Juan siempre era demasiado tarde. El teléfono de
Juan tenía identificador de llamadas, pero él no quiso, o tal vez no sabía, mirar
quién era el loco o la loca que se había atrevido a arrebatarlo de los brazos de un
Morfeo que tenía el cuerpo, la cara y el olor de Ana, y que además, besaba como
Ana. Juan nunca besó a Ana, pero aún así se sabía de memoria, o de corazón,
como dirían los franceses, los movimientos que la lengua de Ana hacía dentro de
la boca de su oponente cuando ésta se entregaba a muerte en las batallas
osculares. Juan volvió a la cama con una actitud indiferente, pero más que por la
llamada que Cronos no le había dejado contestar, por su propio cuerpo, que de
pronto, y una vez acostado, sentía como impropio, ajeno, e incluso era capaz de
verse desde fuera si se esforzaba un poco. Y en una de estas volvió a sonar el
teléfono, y aunque se veía a sí mismo yendo a contestar, no era él quien se
levantaba de la cama, sino un señor cuyos rasgos eran tan parecidos a los suyos
que cualquiera podría haberlos confundido.
Era Ana, algo preocupada que qué pasaba, que qué quería, que por qué llamaba
tan tarde, y que había oído el teléfono sonar, pero que estaba dormida y para
cuando llegó ya habían colgado. Menos mal que tengo identificador de llamadas,
dijo.
-Te quiero, aunque ya sea demasiado tarde.
-Buenas noches, Juan. Duerme, mañana hablamos.
Cuando Ana colgó un par de segundos después, Juan aún no había empezado a
llorar, aunque seguía besando a Ana con esa pasión que sólo es posible en los
besos oníricos. Y entonces sucedió algo que nunca antes había pasado: Como en
aquella película que nunca llegó a rodarse, desaparecieron los muebles, y los
cuadros, y las lámparas, y los techos, y las paredes, y el teléfono, y empezó a
sonar un vals vienés, a cuyo ritmo empezaron a bailar, como si fuesen autómatas,
o marionetas controladas por bluetooth la lengua de Ana, que se empeñaba en embestir contra el invasor, y Juan, que no paraba de llorar mientras se veía a sí
mismo durmiendo en una cama mal hecha al tiempo que sonaba un teléfono que
rompía el silencio de la noche, en esa hora en la que siempre es demasiado
pronto, o demasiado tarde. Para Juan siempre era demasiado tarde.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Bruja

Era un hada aunque iba de bruja,
lo supe porque estoy acostumbrado,
yo mismo soy un brujo que va de hado,
un señor que en el fondo es un granuja.

Aun así me apresó en su burbuja,
el hueco entre sus brazos fue mi nicho,
su lengua mi lápida, su capricho
mi perdición. La canción que dibuja

en mi espalda cada noche me empuja
a dejarlo todo, a darme por muerto,
rendirme a los encantos de Piruja.

Yo ya no soy yo porque me embruja,
me hace pedirle "cóseme a tu cuerpo
el corazón con tu tacón de aguja"

domingo, 13 de febrero de 2011

Canciones

En este mundo
donde el sol ilumina ídolos
que no merecen ni su sombra,
esperando que el mar barra su barro,
los que no tenemos voz
cantamos una canción.

martes, 1 de febrero de 2011

De camareras, amor, y bolsillos

  Encontré el amor en una taza de café una mañana de enero. El paciente de las once había llamado diciendo que no podía asistir y como fueran ya las diez y media, decidí no adelantar ninguna cita y tomarme esa hora libre, sin más motivo que la simple apetencia del singular aroma que desprendía la cafetería a la que acudía cada vez que, tal y como había ocurrido ese día, se me caía algún paciente, que si bien no era la más cercana a mi consulta, la camarera que atendía lucía un escote casi tan desbordante como su sonrisa, que parecía hacer un hercúleo y continuo esfuerzo para contener todos los dientes dentro de la boca, y aquello me excitaba de una manera tal que siempre que tenía la ocasión me escapaba para oírla decir aquella frase que me acompañaba en mi cabeza durante el resto de la jornada, "bienvenido a Starbucks, ¿qué desea?", aunque para ello perdiera algo más de diez minutos a la ida y otro tanto para volver.

  Reconozco que no me desanimó demasiado no encontrarla allí cuando entré, y aunque al principio estuve a punto de entregarme a uno de mis recurrentes ataques de pánico, causado por la intranquilizadora idea de no encontrar el nexo entre la cafetería (la realidad) y mi yo más profundo, el yo consumidor de café, no el Juanjo psiquiatra, sino el yo Hyde, el interno, el yo paciente. Al no verla detrás de la barra y tras controlar con éxito el acceso de desazón profunda, me hice la idea de que quizá estaba en la planta de arriba, barriendo el suelo, limpiando alguna mesa, o realizando, en fin, cualquiera de esas labores tan excitantes que realizan las camareras.
   Le dije lo que quería a un chico con gorra y más granos que ideales (esto último lo tuve que suponer) y tras recoger el pedido subí a la segunda planta, desde donde se podía disfrutar de unas vistas bastante peculiares de la calle, una de las más transitadas de aquella zona de la ciudad, y donde, sobre todo, me estaría esperando, según la imagen que había creado en mi mente mientras esperaba el café y la porción de tarta, la camarera del wonderbra dental.
   Pero arriba no había nadie. La planta estaba totalmente desierta, a excepción de una mesita al fondo, al lado de los servicios, donde dos adolescentes desayunaban donuts y miradas. Qué pamplina, pensé, escaparse del colegio para ir a desayunar. Pero de pronto me pareció el acto más romántico del mundo y no pude evitar sentir un poco de envidia de la insana, caso de existir aquella que llaman envidia sana.
   Me imaginé desayunando con la camarera, pero dado mi caracter precisionista, en mi fantasía yo tenía los dieciséis años de los chavales de la situación real y mi acompañante era apenas un feto, sentado en la silla enfrente de mí, atado a un hilo umbilical infinito que se iba a perder entre las tuberías de la cafetería, uniéndola así con el establecimiento y alimentándose de él como en una especie de aprendizaje prenatal que la cualificaba para el futuro.

  La idea me desconcertó y me excitó a partes iguales, de modo que tuve que tomarme uno de los ansiolíticos que siempre llevo encima para casos como ese.

  La calle estaba especialmente llena ese día, personas que iban de un lado para otro y que a mis ojos adquirían cierta condición de autómatas, perdiendo el carácter individual inerente al ser humano, formando una masa de pensamientos, o más bien obsesiones, colectiva. La idea de estar dentro de la cafetería me tranquilizaba de la misma manera en que me tranquilizan las desgracias de mis pacientes, aunque en aquél caso, yo no estaba dentro ni tampoco fuera, sino que actuaba com frontera, como cómplice a la vez de la mente ajena y la realidad, también ajena, esto es, siendo juez y parte a un tiempo. Pensé en la eficacia del ansiolitico y me centré en la tarta, de la que di buena cuenta antes de ponerme con el café, que más que un café era una excusa, y que más que una excusa, era un reflejo de mí mismo.

  Al primer sorbo no noté nada, pero al segundo me di cuenta de que el café no sabía como otros días, que, sin haberle echado azúcar sabía dulce como dulces sabían los pezones de la camarera en mis fantasías, pensamiento que me gustó y que me hizo tragar el brebaje de una vez, pese a que siempre he preferido el café bien amargo.

  Y allí estaba ella, pequeña, minúscula, recogida sobre sus rodillas, mirándome, dentro de la taza de café, asustada, inquieta. No daba crédito. Pensé que aquello no era más que una visión, una alucinación, algo irreal, tal vez esté sugestionado por la reciente lectura de la última novela de Millás, pensé buscando una explicación racional a aquello, tal vez no soy capaz de concebir mi estancia en la cafetería sin su presencia, y mi mente se venga de esta manera.

  Pero la versión liliput de la camarera era completamente real, esa mirada, ese recogimiento, no había duda, era una mujercilla de carne y hueso. Miré a mi alrededor preocupado porque los prófugos adolescentes se hubieran percatado de que algo había de extraño dentro de mi taza, pero ya se habían ido y nadie ocupaba su lugar.

  Me la metí en el bolsillo del pantalón, con todas las precauciones necesarias para no herirla, porque se me había echado la hora encima y el próximo paciente estaba a punto de llegar a mi consulta, y porque total, era el último paciente del día y ya tendría tiempo después para investigar a fondo aquél extraño y atractivo ser, ya tendría tiempo de confesarle mi amor (que era mucho mayor ahora, según las leyes del relativismo) y sobre todo, de preguntarle cómo había llegado a mi taza, y por qué era ahora tan pequeña, aunque esto último no me importaba demasiado porque siempre me ha interesado más la esencia que lo que no es la esencia, y porque a fin de cuentas, ella no era ella sino una versión distinta de ella misma. O eso pensaba yo.

  Llegué a la consulta a tiempo y escuché con escasa atención al tipo que tenía enfrente, llevándome la mano al bolsillo de cuando en cuando para asegurarme de que la liliputiense camarera se encontraba bien. El paciente se fue al fin y tras despedirlo con cierta vehemencia cerré con llave la puerta del apartamento donde tengo instalada la consulta y me apresuré a rescatar a mi mini amada de su oscuro e improvisado cautiverio.

  Desenvolví con cuidad el pañuelo de papel donde la había enrollado, como si de una pieza de una delicada vajilla se tratase, pero la camarera, o lo que fuera que aquello fuese, ya no estaba allí. Qué gilipollas, pensé, ha sido todo una alucinación; debería empezar a ir a un psiquiatra. Pero el bolsillo del pantalón tenía un diminuto agujero, con los hilos aún supurando. 

   En fin.