martes, 1 de febrero de 2011

De camareras, amor, y bolsillos

  Encontré el amor en una taza de café una mañana de enero. El paciente de las once había llamado diciendo que no podía asistir y como fueran ya las diez y media, decidí no adelantar ninguna cita y tomarme esa hora libre, sin más motivo que la simple apetencia del singular aroma que desprendía la cafetería a la que acudía cada vez que, tal y como había ocurrido ese día, se me caía algún paciente, que si bien no era la más cercana a mi consulta, la camarera que atendía lucía un escote casi tan desbordante como su sonrisa, que parecía hacer un hercúleo y continuo esfuerzo para contener todos los dientes dentro de la boca, y aquello me excitaba de una manera tal que siempre que tenía la ocasión me escapaba para oírla decir aquella frase que me acompañaba en mi cabeza durante el resto de la jornada, "bienvenido a Starbucks, ¿qué desea?", aunque para ello perdiera algo más de diez minutos a la ida y otro tanto para volver.

  Reconozco que no me desanimó demasiado no encontrarla allí cuando entré, y aunque al principio estuve a punto de entregarme a uno de mis recurrentes ataques de pánico, causado por la intranquilizadora idea de no encontrar el nexo entre la cafetería (la realidad) y mi yo más profundo, el yo consumidor de café, no el Juanjo psiquiatra, sino el yo Hyde, el interno, el yo paciente. Al no verla detrás de la barra y tras controlar con éxito el acceso de desazón profunda, me hice la idea de que quizá estaba en la planta de arriba, barriendo el suelo, limpiando alguna mesa, o realizando, en fin, cualquiera de esas labores tan excitantes que realizan las camareras.
   Le dije lo que quería a un chico con gorra y más granos que ideales (esto último lo tuve que suponer) y tras recoger el pedido subí a la segunda planta, desde donde se podía disfrutar de unas vistas bastante peculiares de la calle, una de las más transitadas de aquella zona de la ciudad, y donde, sobre todo, me estaría esperando, según la imagen que había creado en mi mente mientras esperaba el café y la porción de tarta, la camarera del wonderbra dental.
   Pero arriba no había nadie. La planta estaba totalmente desierta, a excepción de una mesita al fondo, al lado de los servicios, donde dos adolescentes desayunaban donuts y miradas. Qué pamplina, pensé, escaparse del colegio para ir a desayunar. Pero de pronto me pareció el acto más romántico del mundo y no pude evitar sentir un poco de envidia de la insana, caso de existir aquella que llaman envidia sana.
   Me imaginé desayunando con la camarera, pero dado mi caracter precisionista, en mi fantasía yo tenía los dieciséis años de los chavales de la situación real y mi acompañante era apenas un feto, sentado en la silla enfrente de mí, atado a un hilo umbilical infinito que se iba a perder entre las tuberías de la cafetería, uniéndola así con el establecimiento y alimentándose de él como en una especie de aprendizaje prenatal que la cualificaba para el futuro.

  La idea me desconcertó y me excitó a partes iguales, de modo que tuve que tomarme uno de los ansiolíticos que siempre llevo encima para casos como ese.

  La calle estaba especialmente llena ese día, personas que iban de un lado para otro y que a mis ojos adquirían cierta condición de autómatas, perdiendo el carácter individual inerente al ser humano, formando una masa de pensamientos, o más bien obsesiones, colectiva. La idea de estar dentro de la cafetería me tranquilizaba de la misma manera en que me tranquilizan las desgracias de mis pacientes, aunque en aquél caso, yo no estaba dentro ni tampoco fuera, sino que actuaba com frontera, como cómplice a la vez de la mente ajena y la realidad, también ajena, esto es, siendo juez y parte a un tiempo. Pensé en la eficacia del ansiolitico y me centré en la tarta, de la que di buena cuenta antes de ponerme con el café, que más que un café era una excusa, y que más que una excusa, era un reflejo de mí mismo.

  Al primer sorbo no noté nada, pero al segundo me di cuenta de que el café no sabía como otros días, que, sin haberle echado azúcar sabía dulce como dulces sabían los pezones de la camarera en mis fantasías, pensamiento que me gustó y que me hizo tragar el brebaje de una vez, pese a que siempre he preferido el café bien amargo.

  Y allí estaba ella, pequeña, minúscula, recogida sobre sus rodillas, mirándome, dentro de la taza de café, asustada, inquieta. No daba crédito. Pensé que aquello no era más que una visión, una alucinación, algo irreal, tal vez esté sugestionado por la reciente lectura de la última novela de Millás, pensé buscando una explicación racional a aquello, tal vez no soy capaz de concebir mi estancia en la cafetería sin su presencia, y mi mente se venga de esta manera.

  Pero la versión liliput de la camarera era completamente real, esa mirada, ese recogimiento, no había duda, era una mujercilla de carne y hueso. Miré a mi alrededor preocupado porque los prófugos adolescentes se hubieran percatado de que algo había de extraño dentro de mi taza, pero ya se habían ido y nadie ocupaba su lugar.

  Me la metí en el bolsillo del pantalón, con todas las precauciones necesarias para no herirla, porque se me había echado la hora encima y el próximo paciente estaba a punto de llegar a mi consulta, y porque total, era el último paciente del día y ya tendría tiempo después para investigar a fondo aquél extraño y atractivo ser, ya tendría tiempo de confesarle mi amor (que era mucho mayor ahora, según las leyes del relativismo) y sobre todo, de preguntarle cómo había llegado a mi taza, y por qué era ahora tan pequeña, aunque esto último no me importaba demasiado porque siempre me ha interesado más la esencia que lo que no es la esencia, y porque a fin de cuentas, ella no era ella sino una versión distinta de ella misma. O eso pensaba yo.

  Llegué a la consulta a tiempo y escuché con escasa atención al tipo que tenía enfrente, llevándome la mano al bolsillo de cuando en cuando para asegurarme de que la liliputiense camarera se encontraba bien. El paciente se fue al fin y tras despedirlo con cierta vehemencia cerré con llave la puerta del apartamento donde tengo instalada la consulta y me apresuré a rescatar a mi mini amada de su oscuro e improvisado cautiverio.

  Desenvolví con cuidad el pañuelo de papel donde la había enrollado, como si de una pieza de una delicada vajilla se tratase, pero la camarera, o lo que fuera que aquello fuese, ya no estaba allí. Qué gilipollas, pensé, ha sido todo una alucinación; debería empezar a ir a un psiquiatra. Pero el bolsillo del pantalón tenía un diminuto agujero, con los hilos aún supurando. 

   En fin.

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