viernes, 18 de marzo de 2011

Madrid, pasaron dos mujeres.


Pasaron dos mujeres y a los pocos minutos volvieron a pasar ellas mismas unos años después. Fue en Madrid, cerca de la plaza de Tirso de Molina. Fui a pasar allí un par de días, a hacer las paces con la diosa Cibeles, a quien admiro como muchos admiran a Jesucristo, o a Punset, o a su propia madre. Para mí la Cibeles tiene mucho de madre pero también tiene algo de Punset y otro poco de Jesucristo.

Me alojaba en un pequeño hostal en Chueca, donde se estaba tan a gusto que apenas me apetecía salir a la calle, pero sucedió que el espejo del baño empezó a reprocharme cosas que yo no acababa de entender y tuve que salir a fumar un cigarrillo y sentir el frío en la cara, que, según dicen, viene muy bien cuando los espejos se ponen faltones.

Anduve hasta Tribunal, hasta que el frío se hizo insoportable, y busqué refugio en una boca de metro, entregándome así como ofrenda a ese ser mitológico y subterráneo de múltiples bocas del que ya habló Millás, y que a mí se me antojaba con cierto carácter uterino.

Tomé la línea uno y cuando me empezó a faltar el aire, a la altura de Sol, volví a la superficie como un regurgitado o como un recién nacido y continué andando hasta Tirso de Molina, donde encontré un banco que no estaba nada mal y allí me senté a esperar que el espejo me llamara para pedir perdón.
Pero los espejos no saben llamar por teléfono ni mucho menos pedir perdón. Decidí que ya que no iba a hacer las paces con el espejo ni, visto lo visto, tampoco con la Cibeles, estaría bien hacer uso de los ansiolíticos para aplacar la angustia incipiente que sentía subiendo por la ingle, a causa quizá de estar en Madrid pudiendo estar en Praga, o en Lisboa, o en la cama de mi ex mujer.

Entonces me puse a pensar en el tanatorio de la M-40, ese que se ve siempre cuando uno abandona Madrid pero que nunca está ahí cuando uno llega, o quizá nunca se fija, y me imaginé allí dentro, muerto pero consciente, rodeado de flores, de coronas que rezaban pamplinas tales como "tus hijos no te olvidan", "siempre estarás en nuestros corazones" y cosas por el estilo, y allí, al fondo, mi ex mujer, puesta de hachís, riéndose tímidamente, cómplice de mi consciencia, cómo va a estar muerto, decía, si está en Madrid. Y entonces me levantaba y abría una puerta y estaba de nuevo en el banco de Tirso de Molina, rodeado de gente que ignoraba que compartía el aire con un muerto imaginario, gente que asistía sin saberlo al declive de su propia identidad.

Aquella fantasía me asustó un poco y tuve que encender otro cigarro. Y entonces fue cuando vi pasar a las cuatro mujeres. Primero dos y luego las otras dos, que iban charlando animadamente, disimulando con maestría que se perseguían a sí mismas en una paradoja temporal que tenía tanto de poético como de espeluznante.

Las dos mujeres originales, o mejor dicho, las que aparecieron primero, tenían una juventud propia de otra época, y aquello me hizo pensar que tal vez no era tan raro coincidir con uno mismo, que las torres Kio son tan Madrid como el la puerta de Alcalá, y se llevan varios siglos de diferencia, y que al fin y al cabo, ¿quién me aseguraba a mí que aquél momento en el banco de Tirso de Molina era el presente y no el pasado, que en realidad no estaba soñando mientras moría en el tanatorio de la M-40, mientras me lloraban mis seres queridos y también los no tan queridos?

Por miedo aún no sé exactamente a qué, hace un siglo que no piso Madrid.

1 comentario: