jueves, 3 de marzo de 2011

Demasiado tarde

Juan se levantó de la cama a coger el teléfono después de vacilar unos segundos,
y para cuando llegó, ya habían colgado. Juan odiaba el teléfono, y más a esas
horas de la madrugada, en las que siempre es demasiado tarde o demasiado
temprano, según para qué. Para Juan siempre era demasiado tarde. El teléfono de
Juan tenía identificador de llamadas, pero él no quiso, o tal vez no sabía, mirar
quién era el loco o la loca que se había atrevido a arrebatarlo de los brazos de un
Morfeo que tenía el cuerpo, la cara y el olor de Ana, y que además, besaba como
Ana. Juan nunca besó a Ana, pero aún así se sabía de memoria, o de corazón,
como dirían los franceses, los movimientos que la lengua de Ana hacía dentro de
la boca de su oponente cuando ésta se entregaba a muerte en las batallas
osculares. Juan volvió a la cama con una actitud indiferente, pero más que por la
llamada que Cronos no le había dejado contestar, por su propio cuerpo, que de
pronto, y una vez acostado, sentía como impropio, ajeno, e incluso era capaz de
verse desde fuera si se esforzaba un poco. Y en una de estas volvió a sonar el
teléfono, y aunque se veía a sí mismo yendo a contestar, no era él quien se
levantaba de la cama, sino un señor cuyos rasgos eran tan parecidos a los suyos
que cualquiera podría haberlos confundido.
Era Ana, algo preocupada que qué pasaba, que qué quería, que por qué llamaba
tan tarde, y que había oído el teléfono sonar, pero que estaba dormida y para
cuando llegó ya habían colgado. Menos mal que tengo identificador de llamadas,
dijo.
-Te quiero, aunque ya sea demasiado tarde.
-Buenas noches, Juan. Duerme, mañana hablamos.
Cuando Ana colgó un par de segundos después, Juan aún no había empezado a
llorar, aunque seguía besando a Ana con esa pasión que sólo es posible en los
besos oníricos. Y entonces sucedió algo que nunca antes había pasado: Como en
aquella película que nunca llegó a rodarse, desaparecieron los muebles, y los
cuadros, y las lámparas, y los techos, y las paredes, y el teléfono, y empezó a
sonar un vals vienés, a cuyo ritmo empezaron a bailar, como si fuesen autómatas,
o marionetas controladas por bluetooth la lengua de Ana, que se empeñaba en embestir contra el invasor, y Juan, que no paraba de llorar mientras se veía a sí
mismo durmiendo en una cama mal hecha al tiempo que sonaba un teléfono que
rompía el silencio de la noche, en esa hora en la que siempre es demasiado
pronto, o demasiado tarde. Para Juan siempre era demasiado tarde.

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