martes, 26 de noviembre de 2013

Érase una vez una gata.

Érase una vez una gata que andaba a dos patas y quería con siete corazones, aunque tenía razones para no querer querer. Lloraba de risa por no reír de rabia. Miraba. Y hablaba. Sobre todo hablaba. De las siete vidas se reía porque ella tenía catorce, eso como mínimo, y le sobraban trece. Era una gata excepcional. Tenía una taza de humanos en la que bebía té, con T de taza, pero también de tiempo, de tiemblo y de tanto, pero sobre todo de tiemblo. Aderechaba las ensaladas de su futuro con mano izquierda, pasase lo que pesase. Érase una vez una gata que arañaba con garras de juguete, que miraba con ojos de no me ladres que te muerdo, de no me sonrías que te ronroneo. Una gata que marcaba el territorio a base de sonrisas. Érase una vez una gata en un mundo de perros. Una gata que bebía cerveza y leía a Benedetti, pero también a Auden, y densos ensayos sobre por qué las gatas son mejores que los gatos. Una gata cuyos ojos eran cuentos de Roald Dahl. 

Érase una vez una gata en un mundo de perros.
Érase una vez una gata a la que le regalé un libro de gatos.

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